lunes, julio 29, 2013

Los Escudos Urbanos de las Patrias Novohispanas (4 de 4)

Amigos y lectores, cumplo mi promesa de poner al corriente este sitio, así pues les comparto la última entrega de estas cuatro, esperando que hayan sido de su agrado y contribuyan a el propósito de este blog.

La etapa epigonal (1630-1780)

Para mediados del siglo XVII ya se había consolidado, gracias al desarrollo agrícola, minero y comercial, un importante mundo urbano en el centro de la nueva España, sobre todo en la región del  Bajío; por ello, algunas de sus poblaciones comenzaron a solicitar  de la Corona el título de ciudad y un escudo de armas. Para entonces todas las urbes episcopales y dos de las capitales de los reinos  norteños habían obtenido el tan deseado privilegio. Sólo quedaban  por tanto en la lista de espera aquellos centros que eran menores desde el punto de vista político o religioso, pero que poseían riqueza para pagar los derechos y los gastos que generaban tales prebendas.  Por otro lado, la Corona, cada vez más urgida de recursos, continuó ofreciendo concesiones las cuales, además del cobro de los derechos (que fluctuaba entre los 1 000 y los 3 000 pesos), implicaban una nueva entrada por la venta de los cargos concejiles.

Uno de estos poblados fue Salvatierra, el primer centro del área del Bajío que recibió el título de ciudad en 1644, con un corregimiento y un escudo de armas dividido en cuatro cuarteles. En dos de ellos aparece la cruz de San Andrés, patrono de la villa; en los otros dos se representaba un campo de trigo con tres haces de espigas que simbolizaban los tres molinos de panmoler que existían en la ciudad; el cuarto cuartel presentaba el antiguo puente de Batanes que  comunicaba el valle de Guasindeo con la nueva ciudad. 


La segunda ciudad del Bajío que obtuvo blasón y título en esta época fue nuestra señora de la Concepción de Celaya, villa fundada en 1571 sobre un antiguo poblado indígena llamado Nat-Tha-Hi,  que  en otomí significa debajo del mezquite, y que ese año se volvió sede de la alcaldía mayor que gobernaba toda la región.  La zona se pobló con indígenas otomíes y chichimecos y con españoles de Apaseo y Acámbaro alrededor del convento de San Francisco, en cuyo templo se veneraba una imagen de la inmaculada Concepción. Todos esos hechos quedaron plasmados en el blasón concedido por la Corona en 1655 siendo virrey Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque. En el óvalo del escudo, enmarcado con una banda estilizada adornada con cinco carcajes de flechas que simbolizan a las tribus indígenas sometidas, se contenían tres franjas divididas en los colores azul, blanco y rojo. En la primera estaba la  imagen de la purísima Concepción con la corona de Felipe IV y una  cueva,  en honor al nombre del virrey. La franja blanca contenía una representación de los fundadores de Celaya reunidos bajo un mezquite. Por último, la franja roja llevaba la divisa en latín De Forti Dulcedo  (de los fuertes la dulzura) sobre dos brazos desnudos (el emblema franciscano) a los que se rendían los arcos de las tribus chichimecas sometidas.


Pero de todos los poblados que recibieron título de ciudad en ese periodo fue Querétaro sin duda la más importante. La villa había sido creada entre 1536 y 1541 por caciques otomíes, por encomenderos  de Acámbaro y por religiosos franciscanos para ampliar la frontera frente a los chichimecas. A mediados del siglo XVII el emplazamiento poseía un poderoso ayuntamiento de españoles propietarios  de tierras y beneficiados por la situación estratégica que tenía la villa en los caminos que iban hacia el norte. Su situación económica contrastaba con su precaria posición política pues no era capital episcopal ni de gobernación, a pesar de que gracias a su riqueza el poblado poseía impresionantes templos y conventos. Querétaro finalmente consiguió el título de ciudad y escudo de armas el  25  de enero de 1656. En el blasón concedido por el rey aparecían representados los dos símbolos religiosos forjados por los franciscanos desde su fundación: uno, el apóstol Santiago montado a caballo;  el otro, una cruz “verde” que aparecía flanqueada por dos estrellas y con un sol en el ocaso que le servía de pedestal (figura 7). Ambos símbolos remitían a dos aspectos significativos para la ciudad: el uno, a su nombre y Santo patrono; el otro, a la milagrosa reliquia de piedra que se encontraba en el cerro de Sangremal, cercano a la urbe.


A principios del siglo XVIII el colegio de Propaganda Fide de Santa Cruz, fundado precisamente en el cerro de Sangremal y poseedor  de la milagrosa cruz de piedra, propició la leyenda de que los emblemas del escudo hablaban de un hecho prodigioso con el que se fundó Querétaro. Fray Francisco Xavier de Santa Gertrudis, con base  en un testimonio indígena, narraba cómo los ejércitos de los cristianos otomíes vencieron a los paganos chichimecas, “cuando se oscureció el cielo y en medio de la oscuridad se apareció una cruz resplandeciente entre roja y blanca y a su lado la imagen del apóstol  Santiago”.  La narración, que recordaba el legendario triunfo de Constantino en el puente Milvio, se plasmó por primera vez en 1722 en la obra La cruz de piedra, imán de la devoción, del padre Santa Gertrudis quien insistía en que una prueba fehaciente de la veracidad  histórica de la batalla milagrosa, con la que había nacido Querétaro, era la presencia de Santiago y de la cruz de piedra en el escudo de armas.


En la misma época en que Querétaro recibía de la corona título y armas, un centro minero conseguía el nombramiento de ciudad y su escudo de armas: San Luis potosí. El real de minas fundado  a  fines del siglo XVI aspiró a obtener el estatuto de ciudad por lo menos desde 1630, siendo sus promotores el grupo de españoles que explotaban el cerro de San Pedro y que controlaban la administración temporal de la Caja Real. Pero la oportunidad de conseguirlo  no se presentó hasta junio de 1654, cuando el Virrey Conde de Alburquerque dio a conocer la instrucción para beneficiar la Real Hacienda emitida por Felipe IV. En dicha instrucción se estableció, en uno de sus muchos rubros, que aquellos asentamientos que tuvieran  los méritos podían hacer posturas a la real hacienda para obtener  título de villa o de ciudad. Fue entonces que el vecindario español  de San Luis, encabezado sobre todo por funcionarios reales, impulsó la compra del título de ciudad ante Antonio de Lara Mogrovejo,  representante del rey enviado al obispado de Michoacán. El virrey, a nombre de Felipe IV, le dio el título de ciudad el  30 de mayo de 1656: “por tener la vecindad, comercio y lustre bastante  para serlo y ofrecer los vecinos servirme con tres mil pesos pagados a ciertos plazos en mis Cajas reales del dicho pueblo de San Luis Potosí”.

El mismo rey Felipe IV, por cedula del 17 de agosto de 1658, le dio a la nueva ciudad un escudo de armas como emblema: “un cerro en campo azul y oro con dos barras de plata y dos de oro a los lados de la imagen de San Luis en la cumbre”. Los dos temas eran, por tanto, el Santo Rey de Francia con su cordón de terciario franciscano y el cerro de San Pedro, lugar que había producido la riqueza argentífera y aurífera del real de minas y que le diera una fama a la altura del centro emblemático peruano, del cual el cerro había tomado su segundo nombre. 


A raíz de una real cédula del primero de junio de 1659 en que el rey ofrecía de nuevo títulos de ciudad a aquellos poblados que pagaran una cuota, los vecinos españoles del pueblo de Tehuacán solicitaron que se les llamara villa ofreciendo para ello 1 000 pesos. La  queja por parte de los caciques indios de Tehuacán, que ya estaban  organizados en un cabildo, no se dejó esperar y, alegando la vieja  prohibición de que los españoles no debían vivir entre los indios,  exigieron que fuera a ellos a quienes se les otorgara el título, y no de  villa sino de ciudad. Para ello ofrecían, además de los 1 000 pesos, otros 3 059 procedentes de un legado testamentario que le dejó al pueblo Alonso Prieto Bonilla. El rey, por medio de su virrey el duque de Alburquerque, aceptó la oferta y en 1660 concedió título y  escudo a Tehuacán, con los mismos privilegios que tenía la ciudad  indígena de Tlaxcala.

Con la concesión del título de ciudad a Tehuacán se le dio también un escudo dividido en cuatro cuarteles, cuyas características  recuerdan los antiguos emblemas indígenas concedidos en el siglo  XVI a ciudades como Tzintzuntzan y Tacuba, llenos de alusiones a la guerra y al mundo prehispánico: 

En el primero está una águila negra sobre un tunal con dos flechas en la mano derecha y otra atravesada por los pies; y al lado izquierdo tres cañas de maíz con sus espigas de oro que los naturales llaman Miagual en campo azul. Y el segundo cuartel con una águila negra en campo blanco con el pico dorado y puesto un pie dorado sobre un Teponaztle y el otro levantado agarrando dos flechas; y al lado derecho de la dicha águila un Ayacastle, que es instrumento con que tocan y bailan los naturales y poco más abajo un tambor […] y un Quesale con que bailan. Y en el tercio cuartel una mata que echa al remate y fin de sus ramas una flor colorada que en su lengua llaman Matlaxsxochitl y un pájaro picando en una flor; y al pie de dicha mata un árbol que llaman Mesquite y al lado izquierdo un castillo sobre un cerro que tiene debajo una cueva grande y cerca del dicho castillo unas piedras coloradas y blancas; y de cuatro troneras que tiene el dicho castillos salen  tres flechas por una parte y en medio de la primera […] y la segunda  sale un Maisquahuil [sic por Macáhuitl] instrumento con que peleaban  en su antigüedad […] Y en el cuarto cuartel una cabeza que esta acabada de degollar con una mano que sale por el lado izquierdo que la  tiene pendiente de los cabellos y por el lado derecho otra mano que tiene  ájido [sic por asido] un arco, y en medio de los dichos cuatro cuarteles  una cara que al parecer es, según dijeron los dichos gobernadores y alcaldes, de Chimalpopoca, cabeza de ellos y a cuyo gobierno estaban  sujetos en su gentilidad.

El escudo tenía además como timbre una imagen de la inmaculada Concepción, patrona del poblado desde que fuera fundado por los franciscanos.  


Debemos señalar que en esta etapa también hubo solicitudes que no llegaron a tener derechos plenos de ciudad, aunque ostentaban tal título, como la villa de Toluca. El cronista franciscano fray Agustín de Vetancurt trae una curiosa noticia cuando habla del convento que su orden tenía en esa “ciudad”: 

Habrá poco más de veinte años que se erigió en ciudad con título de San Joseph, con regidores españoles y alguacil mayor, que compraron los regimientos, y por ser del Marqués, que hizo contradicción en el Consejo [de indias], se mandó se estuviera sin ellos y se les volvió el dinero.

La noticia hace referencia a una fecha situada entre 1670 y 1676 y a la oposición de los descendientes de Hernán Cortés a tal fundación, dado que ellos “ponían al corregidor”, como señala el mismo  Vetancurt. La erección de una ciudad con plenos derechos afectaba su jurisdicción, pero también la de los indios que ahí vivían, “y  que  tenían gobernador de los naturales y alcaldes que cada año eligen”. 

Mejor suerte en la obtención de título y blasón en este periodo tuvo Monterrey, la capital del reino de Nuevo León, fundada desde 1585 por Luis de Carvajal, pero cuya situación precaria le dificultó obtener esos privilegios en la segunda de las etapas fundacionales. Además, a diferencia de las otras capitales norteñas, Monterrey no era sede episcopal como Durango, ni cabeza de audiencia  como Guadalajara. Nicolás de Azcárraga, caballero de la orden de Santiago, gobernador y capitán general del nuevo reino de León, inició en 1667 las gestiones para que se concediera un escudo de armas a su capital, mismo que le fue conferido por la reina Mariana de Austria, viuda de Felipe IV, por cédula expedida el 9 de mayo de 1672. En ella se facultaba al gobernador para aprobar el escudo que dicha ciudad eligiere. Aunque se desconocen los  antecedentes  del blasón adoptado por el gobernador Azcárraga, no es muy probable que haya sido el actual, aunque varios autores señalan que su uso es muy antiguo. Las características del escudo actual (un árbol junto a un indio que está flechando al sol, que surge tras el Cerro de la silla y como timbre la corona condal del virrey conde de Monterrey) no presentan ninguna similitud con los escudos concedidos en ese periodo (por ejemplo los castillos y leones o alguna imagen religiosa). El tema merecería una investigación más profunda.


La penúltima ciudad que recibió el título y el emblema fue Santa Fe de Guanajuato, cuyo auge minero a mediados del siglo XVIII motivó que el real de minas recibiera del rey Felipe V un escudo de armas y el título de ciudad en 1741. El escudo también tenía en su cuerpo un emblema religioso: la fe con los ojos vendados sosteniendo una cruz y una custodia, en recuerdo de la toma  de Granada por los Reyes Católicos, que era finalmente la conquista precursora de la de Tenochtitlan. Sin duda, parte importante de  los recursos que hicieron posible que el viejo centro minero obtuviera tan tardíamente título y escudo se debió al auge que por esas  fechas estaba teniendo la explotación argentífera en la región. Guanajuato  era entonces uno de los más ricos emporios mineros del imperio español.


Por último, en 1777 el rey Carlos III concedió a San Francisco de Campeche el título de ciudad. El escudo, dividido en cuatro partes, presentaba dos castillos que recordaban su carácter fortificado y dos barcos que hacían referencia a su situación de puerto. El escudo había sido obtenido gracias a la presencia de un poderoso grupo de comerciantes y armadores de barcos que controlaban el cabildo urbano. A diferencia de Mérida o de Valladolid, cuya sociedad encomendera  criolla estaba ya en decadencia para el siglo XVIII, los sectores privilegiados del puerto de Campeche provenían en su mayoría de inmigrantes vascos, gallegos, asturianos, canarios y catalanes, todos ellos herederos de una tradición comercial y marinera. Estos sectores recién llegados estaban ansiosos de obtener para su patria adoptiva un título y un blasón que avalara su prosperidad y sus pretensiones.  Es por demás paradójico que la última de las ciudades novohispanas en obtener su título lo hiciera gracias a las iniciativas de unos peninsulares.